23.10.12

Cornetazo VII: Leve error de cálculo (parte II)

Al observar a nuestro histérico corredor, lo primero que se hacía evidente era que no llevaba más ropa que unos calzoncillos largos, tan cubiertos de barro como él, y un casco de combate que parecía querer escapar a cada segundo de su pelado craneo. Esta circunstancia hacía que correteara con la mano en la cabeza. Como se trataba de un hombre alto y bastante gordo, sus intentos de esconderse no hacían más que hacerle más evidente. El conjunto, por qué no decirlo, resultaba ridículo.

Quedaba claro al primer vistazo que estaba siendo perseguido por algo, o que eso creía él. Tras recorrer todos y cada uno de los sitos menos adecuados para disimular su tremenda mole a quienquiera que fuera su perseguidor, el fugitivo se detuvo un instante, husmeando el aire como un conejo asustado. Cuando reanudó su carrera desenfrenada, ésta ya no resultaba un zigzag sin sentido, sino que trazaba una línea, recta como una flecha, hacia la vieja casa de la granja al norte del valle. Se trataba de una larga carrera, como de media milla, pero la adrenalina mandaba en nuestro amigo. El dolor y los calambres llegarían después. Lo único importante era correr.

Llegó a la puerta de la granja, desbocado. Pensando que la puerta estaría abierta,la embistió, rebotando contra la recia madera de roble. El topetazo y el subsiguiente golpe con el suelo fueron de aupa, tanto es así que la conmoción consiguió serenar su histeria. Tratando de recuperar el aliento estaba cuando la puerta se abrió con un leve chirrido. Unos vacilantes pasos hicieron crujir la grava de la entrada. Sobre el agotado corredor se cernió la visión más inesperada en un campo de batalla: Una amable ancianita.

-¿Se ha hecho daño, caballero?- dijo, inclinándose sobre él.

Vestía un sencillo vestido negro, hasta los tobillos, un delantal a cuadros y, sobre los hombros, una toquilla de lana color celeste. Su pelo, recogido en un discreto moño, era blanco y brillante. Olía a lavanda.

-Levántese joven, y entre en mi casa, le buscaré algo que ponerse. No puede ir usted por ahí, medio en cueros, golpeándose con las puertas de las gentes decentes. Podrían pensar que está mal de la chaveta- le reprendió- ¿Cómo se llama, joven?

Como un resorte, el asombrado joven se incorporó y, casi gritando, dijo:

-William Jonston, señora. Soldado en el 13º de fusileros de Northumberland, señora-y, tras una pausa, añadió- El último que queda por aquí, señora.

La anciana,  que lo observaba de arriba a abajo con una pícara sonrisa en los labios, siguió en su papel de madre disgustada.

-¿Y es eso excusa para ir por ahí asustando a pobre ancianas a la hora del té? En fin, mejor será para todos que se pongas uno de los pantalones de mi difunto James. Era más o menos de su talla. Y una de sus camisas, claro. Por cierto, puede llamarme Señora Park.

-Sí, señora.

-Y, en lo que te aseas, me puede contar qué es lo que trae a un valiente del 13º de Northumberland a mi puerta. ¿Donde está el resto? Porque eso es algo que tienen los soldados, donde hay uno, hay ciento. No sé si voy a tener pantalones para todos.
-Muertos, Sra. Park, todos muertos- respondió William- Por mi culpa, señora.

-¿Ah, si? ¿Y cómo es eso?

- El Universo me quiere matar, Sra. Park. Y como me escapé, acabó con ellos.

(continuará)



No hay comentarios: