14.9.07

EL BUFÓN Y LA REINA


“Yo, Epifanio de Sésamo, escriba de su majestad, la Reina Margarita, y Gran Maestre de Códices del Reino de Carpatia, dejo hoy, 22 de noviembre del Año de los Dioses de 797, constancia de lo acaecido el Primer Día del Bufón en estas mis memorias, tal y como lo registré en el diario de la Reina cuando solo era un humilde ayuda de cámara del Gran Chambelán Vinicius. Hace ya cuarenta años de estos hechos que voy a relatar y aún se inundan mis ojos de lágrimas al recordar que todo estuvo perdido y que, por el sacrificio de uno solo, muchos se salvaron.”

El bufón y la Reina.

Amanece. Una gloriosa explosión de luz muestra al mundo de nuevo los colores y las formas, veladas por el índigo manto de la Madre Luna. La vida, como con cada alborada, parece renacer al calor de los primeros rayos de un esplendido sol otoñal. Sin embargo, nadie hay en El Castillo que disfrute del nuevo amanecer. Nadie mira al cielo manchado de púrpura para recibir al Padre Sol. Todos esperan noticias de Poniente. Todas sus miradas dirigen al oeste. Y allá aún esta oscuro.
Hoy se cumplen tres días desde que el buen Rey Stephan partió al frente de sus hombres, setecientos de a caballo, mil infantes y escuderos, a enfrentar al codicioso Conde de Armigia, antaño aliado de Stephan, hoy la más seria amenaza a que el Reino de Carpatia se enfrenta. Pues, aunque Condado y Reino solo se diferencian en la denominación, siendo ambos territorios de similar fuerza y territorio, el Conde ambiciona ser Rey, y eso solo puede ser arrebatándole la Corona a Stephan. En su ansia por cargar su joven testa con una corona real, el conde no ha reparado en nada, dinero y esfuerzos, malas artes y argucias que avergonzarían al más miserable de los rufianes. Como no podía ser de otra manera, unos días atrás, alegando derechos sobre el trono de Carpatia sacados de los mas profundos recovecos de las leyes del Reino, el Conde retó al Rey Stephan a una lucha a campo abierto, que se habría de librar entre los ejércitos personales de ambos y que demostraría cual de los dos era el elegido de los dioses para el trono de Carpatia. Confiando en evitar una cruenta guerra abierta, que obligaría a ambos territorios a poner en brega a todos los hombres disponibles, el Rey aceptó el desafío y hace ya tres días que partió al terreno elegido en las conversaciones de guerra: el Valle de las Nieblas.
Cada anochecer de cada uno de los dos primeros días, un jinete ha llegado a las puertas del Castillo, con nuevas del Ejército del Rey. El sol del tercer día murió, y ya se pinta el este con las primeras luces de la mañana. Ni un alma ha sido vista recorriendo el camino hacia la capital carpatiana. Nadie ha dormido en palacio esta noche y todos han podido ver una ominosa niebla roja velando el brillo de la Luna.
Apenas llega la luz del joven día ha iluminar las tierras occidentales cuando, a las murallas del Castillo, llegan los ecos de una numerosa hueste marchando al paso. Todos contienen el aliento con expectación. Los estandartes y pendones aún no son visibles a tan temprana hora. Súbitamente, un lejano sonido rompe la quietud de los habitantes del Castillo. Destroza sus corazones. Amilana sus espíritus. En lugar de los profundos cuernos de las tropas carpatianas, los ecos que llegan a sus aterrados oídos son los de las destempladas trompetas de Adam, Conde de Armigia y, según parece, Rey de Carpatia a partir de este malhadado día.
Allá van sus orgullosas tropas, muchas más de las esperadas, marchando bajo estandartes de batalla, los cuales no todos pertenecen al condado de Armigia. En contra de todos los preceptos de la Caballería, la ambición de Adam le ha llevado a aliarse con otros pequeños señores, prometiendo tierras o tesoros carpatianos, para así abrumar por numero a las tropas del Buen, e inocente, Rey Stephan. Ahora acude aquí a repartirse los despojos con sus malditos aliados. Tras las tropas armigias, marchando orgullosos aún en la derrota, van los restos del Ejército del Rey, apenas un tercio de los que partieron. Parecen escoltar una humilde carreta, la cual lleva el estandarte real enganchado en unos de sus travesaños.
El orgulloso Conde, tratando de mantener las formas que él mismo ha despreciado, envía un heraldo para anunciarse, como si fuera necesario tras haber oído sus trompetas y haber visto sus encarnados estandartes. El Buey y el Hacha campan por la explanada, junto con las insignias de sus indignos aliados, frente al Castillo. El heraldo, un alto jinete en armadura de plata y azabache, se acerca a la Gran Puerta del Oeste, amparado en una innecesaria bandera blanca.
“Mi nombre es Alcázar de Vilna, caballero del Condado de Armigia. Tengo el honor de ser el heraldo del Conde Adam ante la Corte de Carpatia. Ayer, a la caída del sol, las fuerzas de mi señor y las de Rey Stephan se enfrentaron a orillas del Gran Río, en el Valle de la Nieblas, para dirimir cuál de los dos era el elegido de los Dioses para el Trono de Carpatia. Grande fue la batalla que se libró. Durante horas los hombres de Adam y Stephan se batieron, cubriendo la tierra de sangre y gloria. Al llegar la medianoche los Dioses decidieron dar a conocer su decisión. A la luz de las hogueras, mi señor y el antiguo Rey se batieron en combate singular en el que el Conde Adam fue recompensado con la victoria. El Rey Stephan murió con honor, con su real espada en la mano. Ha sido traído, junto con sus armas, para ser enterrado con todos los honores en las Salas Inferiores del Castillo, como es tradición en este su Reino.”
“Los Caballeros de Carpatia que sobrevivieron a la cruenta batalla, tras grandes gestas que habrán de ser cantadas por mil años, aceptaron el resultado del combate y rindieron sus armas al Conde de Armigia. Se les ha permitido conservarlas, y poder dar así una escolta digna a su señor, a cambio de jurar no levantar las armas nunca contra ningún habitante de Armigia, como dicta la tradición de la Caballería. Esta es una señal más de que, a partir de este día, Carpatia y Armigia son una sola cosa”
“Pues estas son las condiciones que mi señor exige al Reino de Carpatia:”
“A partir de este momento Carpatia pasa a se estado vasallo del Condado de Armigia. El tributo a pagar será el que marca la costumbre para estos casos”
“Se permitirá a los nobles carpatianos mantener sus feudos y mayorazgos y administrarlos según su buen gobierno dicte. Ahora bien, dado el juramento hecho a Adam, no podrán levantarse en armas contra el Gran Condado y reconocerán al Conde como señor de todas estas tierras.”
“la Casa Real de Carpatia habrá de unirse a la Familia Condal de Armigia, a fin de que estos tristes acontecimientos que hoy nos afligen no se vuelvan a repetir. Para este fin, hoy mismo a la caída del sol, el Conde desposará a la joven Reina Viuda, quedando así ambos territorios unidos para siempre.”
“Todas estas condiciones han sido ganadas por la nobleza de las armas. Y solo por la nobleza de las armas habrán de ser rechazadas.
“Así he hablado yo, Alcázar de Vilnus, caballero de Armigia y heraldo del Conde Adam ante la Corte de Carpatia.” El heraldo calla y espera la respuesta de la Reina.
La consternación y la pena cunden entre todos los habitantes del Castillo. Adam parece no haber dejado ningún cabo suelto. Será el nuevo Rey y la línea sucesoria de Carpatia pasará a su Familia. Serán sus hijos con Margarita, la joven Reina Viuda, los que hereden el trono y no el pequeño Carlos, primogénito de Stephan. Y esto habrá de ser así porque, según una antigua y estúpida tradición, si el heredero al trono de Carpatia es mujer, al casarse el nuevo marido habrá de renunciar a sus derechos como gobernante supremo del Reino a favor de la legítima heredera. Esto se ha hecho así siempre, y así hizo el joven Stephan la misma noche de su boda con Margarita, hace ya tres años, cuando, delante del viejo Rey Carlos, el Dogo de Carpatia, padre de la entonces princesa, renunció al trono y aceptó su papel como Rey Consorte y Comandante del Ejército del Rey. De esta manera, con el Rey muerto y el ejército rendido, solo falta a Adam una excusa legal para hacerse con la corona. Y ya la tiene, no renunciará alegando la incapacidad de la Reina para el gobierno, y la familia Real Carpatiana morirá con ella y su hijo.
Para añadir más vergüenza a sus actos, en un intento de parecer magnánimo y generoso, deja la puerta abierta a una posible negativa a sus condiciones. Pero lo hace guardando todos los ases en la manga. Lanza un reto, un desafío que solo puede ser aceptado por un Caballero del Reino, y todos han sido obligados a jurar que no levantarán las armas contra Armigia. De esta manera queda como un acto de nobleza por parte del nuevo Rey, por otro se asegura de que nadie pueda discutir sus derechos.
La joven Reina Margarita ha contemplado toda la escena desde las almenas de la torre que flanquea la Gran Puerta del Norte. Su semblante ha palidecido al conocer la suerte de su amado Rey. Sus manos se han crispado y la cabeza ha alzado, orgullosa, cuando ha conocido el destino que le reserva el pérfido Conde Adam a ella y a su reino. El yugo armigio se ceñirá en su cerviz y en la de sus súbditos si no ocurre un milagro.
Tras unos momentos de tensa espera, de miradas inquietas a la silenciosa hueste que espera una respuesta, la Reina Margarita de Carpatia habla:
“¡Caballeros de Reino de Carpatia! ¡Hermanos que no habéis dudado en derramar vuestra sangre por lo que consideráis justo! ¡Solo os pido un servicio más! ¿No habrá entre vosotros alguien que acepte el desafío? ¿No queda entre vosotros un verdadero carpatiano que sepa ver más allá de las argucias que el Conde ha tramado para uncirnos a todos con su yugo? ¿Nadie defenderá a su Reina del aciago destino de desposar a quien odia?”
La voz, firme y templada, de la joven Reina Viuda de Carpatia resuena en la explanada. Los ecos de su desesperación reverberan en los fríos muros. Y, cuando los ecos se apagan, llega el silencio. Pero no es la quietud de la mañana. Son el silencio de la vergüenza, del miedo, incluso en ruidoso silencio de la traición, los que ocupan cada rincón de la capital del Reino de Carpatia, anegan de tristeza el corazón y sumen al alma en el desaliento. Tras el último ruego a sus Caballeros, la Reina Margarita, desesperada, también guarda silencio.
Pero, frágiles como copas de cristal, todos lod silencios son rotos por lo que menos cabe esperar en tan aciago instante. El sonido de la alegría mas alla de cualquier dolor. Una risa que los rompe en mil pedazos, y lanza sus restos al viento. Una carcajada limpia y profunda, triste pero llena de esperanza,que sorprende y anima. No hay locura en esta risa. No hay desesperación en su sonido, que alegra el corazón e invita a unirse a su alegría, como si todo lo que ocurre en la vida de los hombres no fuera más que una broma. Alguien ríe, y todos en Carpatia conocen a quien así encara el destino. Es el Bufón Real, Ricard del Monte Blanco, el Bardo Manco.
Todos buscan el origen de la tremenda carcajada, y lo encuentran con facilidad. Encaramado a la bandera de Carpatia que ondea sobre la Gran Puerta se encuentra el Bufón Real, alto, desgarbado, con el rubio cabello ya envejecido por unas prematuras canas, que reflejan la temprana luz del sol. Va ataviado con sus mejores galas, el jubón hecho con jirones de todos los colores y materiales, el enorme sombrero de caza tocado con una aún mas grande pluma de pavo real, las botas de caña alta sobre unos pantalones de cuero rojos como la sangre. Con su bolsa de trucos a un costado y el viejo laúd a la espalda parece preparado para dar su espectáculo en una de las fiestas del Rey. A cada uno de sus movimientos lo acompaña un prístino campanillazo procedente de un cascabel de plata que pende de una cadena a su cuello.
Ha trepado a la bandera haciendo gala de una agilidad asombrosa, pues para ello solo ha podido valerse de una mano, la derecha. A su mano izquierda le falta el dedo índice y el resto no es que sean de demasiada utilidad por hallarse rígidos y entumecidos, como muertos. Nadie sabe cómo se la lastimó y por esa mano le llaman el Gran Bardo Manco pues, a pesar de ella, es el mejor músico de estas tierras y vienen de lejanos reinos solo por verle tocar (si tienen suerte y no pasan toda la velada soportando sus bromas y chanzas). A cincuenta metros sobre la llanura, observa el ejército conquistador y ríe. Durante un instante mira a la Reina. Después, Ricard del Monte Blanco, el Gran Bardo Manco, habla. (Continuará...)

1 comentario:

PrinceBeckelar dijo...

Pues que se haga oír a lo largo y ancho del reino que, si el valiente bardo no consigue su propósito, bien por su desdichada mano o por azares del Destino, el Príncipe de Beukelaer, como aliado y amigo del difunto rey y su reina, tomará partido y hará que los malvados se avengan a razones...:)
Un saludo, muy modoso el cuento, muy de mi agrado.