18.8.07


Después de mucho tiempo, volvía a estar solo. La sensación era extraña, variable. A ratos, sentía la euforia del preso liberado, del naufrago rescatado de su isla; en otras ocasiones, vértigo ante el abismo de los comienzos. Y aún había una tercera clase de momentos. Momentos dominados por el vacío, por la desidia, por la desgana, por el tedio. En esos momentos pasaban cosas por su cabeza que nunca nadie jamás pensaría que alguien como él pudiera llegar a plantearse. (“Lo dejo. Me retiro. Dimito. Entrego los trastos. ¡Que paren el puto mundo, que yo me apeo!”) Esas tres clases de estados de ánimo se sucedían sin que pudiera encontrar una explicación a la secuencia que seguían. Nada de lo que hiciera le hacia salir de esa espiral llena de altibajos en que se había convertido su vida en el último mes.
De cara al exterior supo mantener la careta de amplia sonrisa satisfecha que había cubierto su rostro la última década. Pero esa máscara empezaba a deteriorarse, a perder color, a desconcharse la pintura, a resquebrajarse la escayola. Él se daba cuenta de ello y no hacía nada por remendar su disfraz. Por una vez quería estar triste y que se notara, no tener nada que esconder, no tener que agradar a nadie con su característica afabilidad. Se había dejado llevar por lo que sentía en cada momento esperando sentirse triste durante una temporada pero, en vez de eso, se había subido en una montaña rusa emocional que no dejaba de subir y bajar y no llevaba a ningún lado.
No sabia donde iba a llegar. No sabía si el cambio iba a ser para mejor. No sabía si estaba preparado para afrontar una nueva etapa. Solo sabía una cosa: como siempre el cambio se había visto venir y el no había hecho nada para evitarlo o prepararse para lo que pudiera llegar. La jodida historia de su vida.

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