Subió el viejo mago a las tablas. Una ovación."Un público crítico, ¿eh?"
Todo esto, claro está, sin red. Como siempre. Como testigos, dos azorados miembros del público y la implacable lente de una cámara que, en un riguroso primer plano, daría fe de cualquier fallo, cualquier momento de debilidad causado por el peso de los años. Se lo hubiéramos perdonado todo. Sólo él quedaba como juez, y hubiera sido un juez implacable.
Para alivio de todos, todo salió bien. Más que bien diría yo. Incluso ese maldito nueve de diamantes que se coló, travieso, entre las cartas negras quedó como el error persa de ese increíble tapiz que, con paciencia y mesura, tejió ante nuestros ojos. Juegos de cartas, no de prestidigitación sino de lentidificación (¡No se puede hacer más lento!), se iban sucediendo, hilvanados con pequeños relatos, fragmentos de poesía, anécdotas y algún que otro chiste. "Porque he firmado un contrato que me obliga a estar aquí hora y media, y todas estas boludeces suman.", se excusó el maestro. Yo, por mi parte, atesoré todas y cada una de esas pequeñas piezas, como un avaro. Las metí en la caja fuerte de mi memoria para, cuando vengan las vacas flacas del ánimo, recordar que un hombre manco me demostró que, con la más pequeña de las articulaciones de su mano zurda, podía humillar a todas las máquinas del mundo. Y, mientras tanto, demostrar al mundo entero que la ilusión alimenta, y que marida perfectamente con una copa de buen vino.
Por todo esto, y por muchas cosas más que no soy capaz de describir, muchísimas gracias Sr. Lavand. Fue un honor.