Cuando, apenas un segundo después que el rayo, el trueno retumba tan fuerte que nota su vibrar en el pecho, Asesino sonríe. No ha podido elegir mejor momento para culminar su trabajo: una noche de tormenta, el viento buscando, malicioso, cualquier resquicio para helar hasta la médula al incauto que se deje atrapar por la noche en un paraje así, ensordeciéndolo con su agudo silbido. Un bosque viejo, enmarañado, opresivo, en el que solo las alimañas mas rastreras prosperarían. Una cabaña de cazadores abandonada a la ruina, porque en aquel sitio no hay nada decente que cazar.
Sí, definitivamente es lo más adecuado para su labor de hoy, casi diría que es el contexto más elegante. Hoy va a terminar con la vida de una tenebrosa criatura que se despedirá de este mundo en el más tenebroso de los marcos. Y va a ser así porque Asesino nunca falla.
Parémonos a observar al sonriente ejecutor: Asesino es alto y delgado. Parece llevar la cabeza afeitada, si es que alguna vez tuvo cabello. Su tez es oscura, opaca, aunque no podríamos definir de qué parte del mundo es, pues sus facciones son tan anodinas que no dejan ni rastro en la memoria. Sus ojos son aún más oscuros que su piel. Queremos pensar que son negros, porque parecen hechos del vacío, y todos pensamos que el vacío es negro. Viste con los colores de las sombras y como una sombra se mueve. De hecho, si llegas a acercarte lo suficiente, si llegas a fijarte con detenimiento en los detalles, te darás cuenta de que parece hecho de la materia de las sombras, si estas tuvieran materia. Y ese absurdo pensamiento sería lo último que pasaría por tu cabeza.
La cabaña se alza en un claro rocoso y yermo del bosque. Por su única ventana titila la débil luz de lo que parece un candil viejo, es luz antigua como la que daba el aceite de ballena a nuestros abuelos. Una tenue hilacha de humo sale por lo que debería ser la chimenea, y que no es más que un agujero en el techo. Con tres o cuatro ágiles zancadas, Asesino cruza el claro, silencioso como un zorro y tan fácil de ver como una ráfaga de brisa en la noche. Se agazapa junto a la ventana y se asoma a contemplar la escena que dentro se desarrolla.
De nuevo os pediré que prestéis atención a la escena que dentro se desarrolla, merece la pena el esfuerzo. Hay dos personas compartiendo el pequeño cuarto que es la única estancia de la cabaña. En un pequeño camastro, casi a ras de suelo, hay un bebé, de apenas un año, enfrascado en una terrible batalla a manotazos con un móvil de mariposas precariamente clavado al techo. Por el estado de las alas de las mariposas de colores, parece ir ganando. El otro ocupante de la cabaña es un hombre que, en la otra esquina de la habitación, escribe encorvado en un pequeño pupitre de escuela, seguramente recuperado de algún colegio clausurado. Es un tipo enorme,vestido con un inmenso abrigo de cuero (seguro que una sola vaca no fue suficiente para su confección), y se cubre la cabeza con un gorro de lana como los que usan los cazadores de ballenas de las películas. Tiene un punto cómico ver a un tipo de ese tamaño afanarse y sudar a chorros mientras trata de escribir en una mesa pensada para colegiales de diez a doce años. Además parece no tener demasiado éxito en su empeño, dado el gran número de papeles arrugados y lapiceros rotos que hay en el suelo y sobre el pupitre.
El acechador se queda inmóvil, sorprendido por la tranquilidad de la escena. No es esto para lo que le han prevenido. El venía a cazar a la bestia más terrible que había pisado esas tierras en cientos de años y se encuentra a un tierno infante, del que nada le han hablado, y a un gigantón tratando de juntar unas cuantas letras, como si de un alumno aplicado y poco brillante se tratara. Y hay algo más: Una sensación indefinible de armonía, de bienestar, que no cuadra con lo que debería estar pasando dentro de esa cabaña.
Por cómo es el sitio y por cómo está la noche, debería estar siendo una noche horrible para los dos, con el niño llorando de frío, el hombre tiritando y con dolor de huesos, las mantas húmedas y el candil apagándose cada dos por tres a causa de las corrientes de aire. Sin embargo no es así. La estancia irradia calor, procedente al parecer de una desvencijada estufa de carbón que hay en una esquina. La luz, si bien es tenue, no por ello es desagradable ni mortecina, alumbra lo suficiente y no molesta a la vista. Las mantas, viejas mantas militares de color verde, en lugar de estar infestadas de chinches dan la impresión de abrigar con solo mirarlas. Y así cientos de detalles, nimios, insignificantes, pero que todos juntos hacen pensar en que los ocupantes de la pequeña cabaña no podrían estar en un sitio más acogedor. Es como si los muebles de la habitación estuvieran haciendo un último y soberano esfuerzo para cumplir su misión y hacer agradable la estancia, antes de convertirse en basura en el vertedero.
Es un pensamiento raro para cualquiera, pero Asesino no es cualquiera y por eso en lugar de asombrarse o hacerse preguntas absurdas, lo que hace es ponerse furioso. Sus patronos no han sido honestos con él. Está claro como el agua que éste es el objetivo, no ha podido fallar en la caza, esas cosas a él no le pasan. No le han dado toda la información sobre la presa, no es la Bestia maligna y sanguinaria que le han descrito. Del niño, por otro lado, no le han dicho nada. Toda esta situación es muy irregular y, cuando te dedicas a algo tan drástico como la eliminación, las irregularidades son algo que no te puedes permitir. Por esa razón hace algo que nunca ha hecho con ninguna de sus víctimas: llamar a su puerta educadamente.
-Pase, la puerta está abierta- dice una agradable voz de tenor- Llega usted tarde, le esperábamos desde hace una hora larga.- añade en tono de amable reproche. Un cordial mayordomo británico no lo hubiera hecho mejor.
Efectivamente la puerta está abierta, y le recibe con un gracioso chirrido. La sensación de comodidad se acentúa en cuanto pone un pie en la casa. La temperatura es sumamente agradable, hace calor pero no sofoca, ni el candil ni la estufa hacen humo y no se nota ni la más mínima corriente de aire. Tampoco entra una gota de agua, aunque las grietas entre las tablas de la pared son tantas y tan grandes que dejan pasar la luz de los relámpagos de la terrible tormenta que fuera sigue desatando su furia.
-Póngase cómodo. En un minuto estoy con usted, he de terminar esta carta. Me está costando más de lo que esperaba y si lo dejo ahora que he cogido el hilo, luego seguro que tengo que volver a empezar. Siéntese en la butaca. Es vieja pero muy cómoda.
Asesino, con un movimiento fluido y elegante, se despoja de su capa y la cuelga en el respaldo de la butaca. Efectivamente es muy cómoda y eso lo pone aún más en guardia. Una butaca de la que se salen los muelles y el relleno no debería ser cómoda.
-¿Sabes quién soy?- pregunta Asesino. Su voz es alta y sonora, voz de mando la llaman algunos.
-Por supuesto que sí, mi Príncipe. ¿O quizá prefiráis Alteza?. No sé, siempre me hago un lío con los títulos. Por mucho que me he proponga entenderlos no hay manera- le responde, sin dejar de escribir. Luego añade- Espero que le guste el té, porque es lo único que tenemos. No tenemos previsto pasar aquí más que esta noche y, como puede usted ver, no hay demasiados supermercados por la zona. Ja, Ja.
El tipo sigue escribiendo durante unos minutos más y, con un gruñido y una maldición, termina la carta. Amorosamente coloca ese último folio en el montón que hay en el pequeño pupitre y suspirando se levanta de la silla. Mide más de dos metro y sus brazos, que estira hasta tocar el techo mientras bosteza, son increíblemente largos. Sigue dando la espalda a Asesino, su rostro sigue siendo un sombra oculta por el gorro de lana y las solapas del abrigo, que lleva subidas hasta las mejillas.
-Bien. Ahora hagamos ese té, que ahí fuera ha debido pasar un frío de muerte.- Dicho eso se vuelve a su invitado.
Con ese gesto, todas las dudas que tenía Asesino se disipan. En verdad es la Bestia. En verdad debe matarlo, ya se preocupará más tarde de las irregularidades del contrato. En un movimiento, desenvaina su daga y apuñala, es un golpe tan practicado que parece mágico. La estocada es una de sus preferidas, de las que dejan seca a la víctima sin que pueda decir esta boca es mía. Va dirigida a la sien, al estrecho hueco que ahí dejan los huesos del cráneo. Si se asesta bien, destruye el cerebro, y el ser vivo que la recibe se ve reducido a una bolsa de fluidos aún antes de tocar el suelo. La ha asestado cientos de veces. Nunca ha fallado. Hoy golpea el aire.
Sin saber cómo la Bestia está ahora a su espalda. Una de sus manos, de sus garras, lo aferra por el brazo derecho,el armado. Con el otro brazo, inhumanamente largo, le rodea el cuello. Todo es demasiado rápido, demasiado irreal, como si la Bestia pasara de una posición a otra sin preocuparse de las intermedias. Y empieza a apretar. Resulta como si dos boas de acero hubieran hecho presa de él a la vez. Poco a poco la presión va en aumento. Asesino se ve, por primera vez en su vida, a merced de otro ser vivo. Todos sus esfuerzos son en vano, la presa es de hierro y cada vez se va cerrando más. Un chasquido y un gemido de dolor acompañan la fractura del brazo derecho, que se rompe como una ramita en manos de un crío destrozón. La daga cae al suelo, limpia e inútil.
Su gemido de dolor casi no se oye pues apenas puede tomar aire. Boquea como un pez fuera del agua. Unas chispeantes luces blancas empiezan a nublar la visión de Asesino. Lejos, como si viniera desde el fondo de una mina, escucha una voz cargada de ira y veneno. Un susurro en el que habla la muerte:
-¡Shhhhhhhhhhhh! No hagas ruido, duende.-Escupe- No perturbes el descanso de mi niña o ese brazo roto será el menor de tus dolores. Hace un momento, antes de comportarte como el huésped indeseado que siempre has sido, me has preguntado si sabía quién eras. Como siempre, los de tu ralea hacéis las preguntas incorrectas. La pregunta correcta te la tenías que haber hecho a ti mismo. Y esa pregunta es: ¿sé realmente quién me está invitando a un té en una terrible noche de tormenta?-un profundo gruñido de furia sale de la garganta de la Bestia, que ahora mira por la ventana- Ahora duerme, duende, luego me ocuparé de ti como tu rango y tu clase se merecen. Más invitados que atender. La noche será larga.
La presión sobre la traquea aumenta, el poco aire que podía inspirar deja de entrar en sus pulmones. Las luces blancas dan paso a manchas negras. Luego la oscuridad, el silencio y el miedo llegan de la mano para Asesino.
Asesino despierta. Está sentado en la butaca, amarrado de pies y manos, en otras circunstancias eso solo hubiera servido para enfurecer al despiadado ejecutor. En otras circunstancias se habría zafado en un parpadeo, y habría sembrado la muerte a su paso tan solo por la afrenta recibida.
Pero las circunstancias no son otras. Se encuentra atado a la cómoda butaca, su brazo roto ha sido debidamente entablillado, vendado y, por el olor, le han debido aplicar algún tipo de emplasto curativo o analgésico, porque el dolor de la fractura no es más que un leve pulso al ritmo de los latidos de su corazón. Ese alma caritativa, sin embargo, no se ha descuidado ni un solo momento de su seguridad: sus ataduras son cadenas de hierro, que rodean sus piernas de los tobillos a las rodillas y sus brazos de las muñecas a los codos. En torno a la butaca hay pintado un círculo de tiza con símbolos arcanos en cada dirección de la rosa de los vientos. Para rematar hay otro círculo más amplio rodeándole, hecho de sal, y ramas de salvia y romero entrelazadas a una herradura encima de la puerta.
En principio estas cosas no deberían funcionar por sí solas. Debería ser capaz de romper las cadenas pasar por encima del los círculos, patear la sal hasta esparcirla por toda la habitación y tomarse la salvia y el romero en una infusión. Solo un hechicero poderoso puede forjar tales cadenas, pintar tales círculos y anudar tales hierbas con esos nudos. Hay que conocer las palabras, los nombres, los sonidos y los olores de todas esas cosas para que puedan encerrar a un Príncipe. Y no ha habido tales hechiceros desde hace siglos. Asesino lo sabe bien, él eliminó a unos cuantos en los buenos viejos tiempos. Uno de esos magos parece haber salido de las sombras del pasado y de la muerte, para atormentarlo, y haber traído con él una sensación largo tiempo olvidada: El miedo.
No hay nadie más en la cabaña. El niño ha desaparecido junto con el móvil de mariposas y no hay ni rastro de la Bestia. La butaca ha sido colocada en otro ángulo, delante de la ventana, a través de la cual se puede ver la mayor parte del claro rocoso a la luz de los todavía numerosos relámpagos. Hay movimiento fuera. Por lo poco que puede ver, su captor no ha ido muy lejos.
La gigantesca Bestia está en cuclillas en el centro del claro, con las garras tocando la roca delante de él, parece esperar mirando a lo profundo del bosque. Se ha despojado del largo abrigo y del gorro de lana. No lleva puestos más que unos ajados pantalones vaqueros, un espeso pelo castaño cubre su pecho, su espalda, sus brazos. Parece un ridículo fenómeno de feria al que hubieran echado de la troupe por no atraer visitantes, y que se lamentara bajo la lluvia de su mala suerte. Pero cualquiera que le mire a los ojos por un solo instante, pensaría cualquier cosa menos que es ridículo. Si el miedo y el terror que esa mirada transmiten le dejaran pensar, claro.
De repente el monstruo mira hacia el cielo, ruge a las nubes que descargan sobre él y alza los brazos, como implorando a los dioses de la tormenta. Empuña una lanza, casi tan alta como él, que parece hecha enteramente de hierro forjado. Con un fogonazo terrible que deslumbra a Asesino, un rayo cae sobre él y un trueno ensordecedor retumba en todo el bosque. Cuando recupera la vista, en lugar de la forma humeante y retorcida que espera ver, encuentra a la Bestia de pie, con la mirada de nuevo clavada en lo profundo de la espesura.
-Demonios- musita- No puede ser. No debería ser posible. Él no puede hacer eso. Nadie puede ya.
A continuación, con voz profunda y terrible como la tormenta que acaba de desafiar, la Bestia grita:
-¿Vais a tenerme aquí toda la noche? ¡Vamos! No me hagáis ir a buscaros, no es vuestro estilo. ¡Que pase el segundo plato! Quizás tengáis más éxito que el duende.
Todo parece detenerse. Hasta la lluvia parece amainar. Se abre un claro en la nubes, por el que pasa la luz de la luna llena. El bosque mismo parece contener la respiración. Cuatro figuras embozadas entran en el claro. Salen de la espesura desde el punto en el que Bestia había posado su mirada. En silencio, sin un solo ruido que rompa la innatural quietud que ha caído sobre el bosque, lo rodean sin que él haga nada por evitarlo. Eso sí, lo hacen manteniendo la distancia y sin darle la espalda. “Más listos que yo” piensa Asesino, para su vergüenza.“O más avisados. Alguien va a pagar por esto mil veces, si salgo de aquí entero”.
Los recién llegados son altos y van vestidos de rigurosos luto. Es lo único que se puede decir con esa luz. A Asesino eso le inquieta porque a él no le hace falta luz para ver y, sin embargo, no es capaz de verlos. Es como si se escaparan a la vista cuando intenta enfocarlos, como una perpetua sensación de estar viéndolos por el rabillo del ojo. Al duende le da dolor de cabeza intentar fijar se en ellos y de una cosa está seguro: un humano ni siquiera se daría cuenta de que están ahí. Y no se daría cuenta para su desgracia, porque Asesino acaba de adivinar quiénes son y un escalofrío ha recorrido todo su cuerpo.
Las sombras se ciernen sobre la Bestia. Cuando a penas están a dos metros de él desenvainan unas largas espadas y cargan. El silencio sigue siendo absoluto. Todo pasa muy rápido. Las estocadas, golpes y tajos que lanzan son terribles. Las respuestas de la Bestia los son aún más. En apenas un minuto todo ha terminado como empezó, con Bestia en medio del claro apoyado en su lanza de hierro. Ha acabado con sus adversarios de uno en uno: Una estocada, un golpe, una dentellada, un zarpazo. Las Sombras Negras, símbolo de terror en el mundo de Asesino, han sucumbido y ahora se disuelven en la oscuridad de la noche, dejando atrás sus armas como única huella de su presencia. Hasta ahora el duende pensaba que tenía miedo, pero lo que sentía no era más que una leve desazón en comparación con el horror frío que ahora le cala los huesos. Ceja en sus intentos de escapar. Está a merced de algo que no es posible, algo que no debería existir, y que lo odia hasta unos límites que sus enemigos más acérrimos apenas pueden ni soñar.
El vencedor se vuelve hacia la cabaña. No ha salido indemne de la confrontación: cojea y un brazo le cuelga inerte. Con dificultad ha recogido las espadas de los vencidos y se encamina de nuevo al refugio, con ellas bajo el brazo herido. Con un gruñido abre la puerta, entra y deja la lanza y su botín apoyados en la pared. Haciendo caso omiso de su prisionero, se echa en el camastro y parece quedarse dormido aún antes de tocar con su enorme cabeza la mísera almohada. Asesino no aparta la vista de él, aterrado y fascinado a partes iguales. Así los encuentra el amanecer.
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