PARTITURA DEL CUARTETO DESASTRE
La polilla llevaba un rato golpeando el cristal del quinqué que alumbraba encima de la cómoda. Esa era la única luz de la deprimente habitación, y el pequeño insecto el único entretenimiento que podía disfrutar una persona que llevaba atada en el suelo desde hacía unas ocho horas. Por fin, en un último intento de desesperada locura, la mariposa nocturna consiguió lo que llevaba intentando desde que cayó la noche, se coló por el tubo de la lámpara de petróleo y ardió aumentando la luz durante un breve instante, despidiéndose con un fogonazo blanco. Un final terrible y hermoso.
Rompió a reír. “Bonita metáfora” dijo en voz alta. Aunque no creía que hubiera nadie que pudiera oirlo, no quería que aquellos cabrones pensaran que había perdido el juicio allí, atado en la oscuridad, sin saber qué le tenían reservado. Secretamente pensaba que el seso ya lo había perdido hacía unos meses, cuando ella volvió a llamar a su puerta.
Cualquier otro, a poco que tuviera dos dedos de frente, se hubiera dado cuenta de que todo volvería a acabar como el Rosario de la Aurora. Pero, la última vez que se lo hizo mirar, le habían calculado un dedo y tres cuartos. Esa era la única explicación racional que podía dar al respecto de que ella lo hubiera embarcado, otra vez, en una descabellada aventura. Los diez años que habían pasado desde que la conociera le habían quitado de la cabeza sueños y pelo, pero no habían sido capaces de modificar, ni un ápice, el monolito de lúcida estupidez en que se convertía su conciencia cuando ella lo miraba con aquellos ojos verdes.
Ella, lámpara, él, polilla. Siempre había sido así, y por eso se veía ahora metido en tamaño carajal. De todas formas, no le guardaba rencor, eso lo tenía reservado para aquellos que lo habían atado. Y has de tener mucha confianza en tu habilidad con los nudos marineros, y en los productos de “Amigos de la Escalada” empleados en amarrar, al armario de la abuela, a un tipo al que apodan “Montaña”.